Nací en 1992 en el sur de Francia, en esa franja entre mar y montaña llamada Costa Azul. Crecí allí con mi madre, mi padre, mi hermana y la bruja. Sí, la bruja siempre estaba presente, en algún lugar entre las sombras. En la televisión, dándole la manzana a Blancanieves; en el mocho verde y la escoba del armario de la limpieza; en los cuadernos, donde garabateé mis primeros cuentos. La bruja me acompañó en mis largas tardes en la biblioteca y en el camino de vuelta a casa; hasta cuando devoraba libros de los que ella estaba ausente, seguía al acecho. Incluso se coló en mis maletas cuando me fui a vivir a París, a Irlanda y a Bretaña. En mi primera novela, Derniers jours dŽun monde oublié, ella, por supuesto, se hizo un hueco. Pero fue con esta novela cuando realmente tomó forma, se hizo corpórea; se volvió tan inmensa, tan compleja, que se encarnó en varios personajes de mujeres, cada una de ellas bruja a su manera. Se rodeó de fantasmas y máscaras, de mariposas y de teteras salvajes. Esa bruja es esa voz profunda que cuenta las historias cuando se apaga la luz. Para escucharla, todo lo que hay que hacer es silenciar el mundo que nos rodea, colocar un té humeante sobre la mesa y prestar atención.
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