No hay título posible que dé cuenta de un panorama tan diverso como el que se ofrece en las páginas que siguen. Hablar de «reflejo» es un tópico ya muy gastado. Los indios de las tierras bajas, supuestamente desnudos (pinturas o adornos no parecían contar como tales para quien entendía la ropa como una manera de velar «vergüenzas»), son probablemente la parcela de la humanidad sobre la que se han proyectado más ideas. Todas les probaban bien: espejo de la naturaleza, anarquistas o comunistas primitivos, caníbales feroces. Ellos mismos no han dado muestras de una menor inclinación a esa proyección: cientos de relatos amerindios comienzan con ese cazador que, mirando a través de la superficie de un lago, descubre otro universo que equivale al suyo, y eso se extiende a otros reflejos: en la ciudad de los blancos se adivina la ciudad de los espíritus; en las pirañas o las anacondas colosales de sus películas de terror exótico se reconocen las bestias primigenias y auténticas, mucho más poderosas que sus réplicas corrientes.
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