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UN libro como Pasaje techado de John Ashbery (New York, 1927), al igual que la obra artística de Andy Warhol o Jeff Koons, no puede tener una lectura ni una evaluación inocentes, pues la valoración del mismo supone la revisión de un pasaje central de la historia y el canon literarios de su lengua. Ante estas altas expectativas, el poeta responde con una obra difícil, de riesgo, que ciertamente tendría escasas posibilidades de ser publicada sin vinculársela al nombre de su autor. Así, en Pasaje techado encontramos no un predominio de imágenes surrealistas, sino el de una sintaxis saboteada o subvertida por el nonsense. Es decir, dentro de lo que parecería ser un discurso estructurado formalmente se busca la creación constante de cortocircuitos, por medio de giros velocísimos, inesperados, absurdos, como si fuéramos reconociendo las emisoras de un extenso y desquiciado dial radiofónico. El poeta, con decidida paciencia, propone así otra versión de lo onírico, una en la que el mundo industrializado ha calado en nuestro interior y constituye el espejo deforme de nuestro subconsciente (un grotesco imaginario colectivo). MARTÍN RODRÍGUEZ-GAONA
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