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Las Historia(s) del cine de Jean-Luc Godard son un despliegue de citas (de imágenes, textos y sonidos) ensambladas, intervenidas y ancladas en el arte del montaje, esa vía regia ambivalente entre el síntoma y la síntesis, el hallazgo fortuito y el axioma. Citar es citar a comparecer, a rendir cuentas ante el presente de la historia. Es romper el acto de interlocución para que brote el géiser de los significados imprevistos, es desmontar y reencuadrar para ver lo que no se ha visto, para remontar lo que se montó sin ver. Godard: el trauma y la culpa de que el cine haya ignorado el Holocausto, la proyección de esa cuenta pendiente en el horror contemporáneo (el conflicto palestino-israelí), la revuelta obstinada contra el origen (el maoísmo radical del Mayo Francés contra la familia antisemita en tiempos de guerra). Godard: la oscilación entre la puesta en poema y la puesta en fórmula, la exploración y el dogma, la huella de la historia y la imagen de marca, el instante frágil e impuro y la verdad decretada sin matices. Del montaje-preocupación, ávido de deseo, al montaje-fusil, ávido de una conclusión. El no comment godardiano como apertura experimental y como clausura institucionalizada (porque lo dice Godard, desde su estatuto de autor y autoridad, desde su estatura de estatua). Godard, tan cerca de la deconstrucción y el metalenguaje, tan lejos del fragmento en bruto de lo real; tan cerca, siempre, de Malraux, tan lejos, a veces, de Benjamin. Un arte inmenso que toma posición y se deja tentar por la toma de partido, que empuña el sello de la obsolescencia del pasado frente a la supervivencia de lo antiguo. Godard frente a Pasolini, su gemelo en las antípodas. No hay inocentes ni oprimidos en el cine de Godard. Pero Godard es imprescindible. Godard: cirujano infatigable y altivo profeta, desmontado por Georges Didi-Huberman. Bajado, con manos rigurosas, de la parálisis del pedestal. Puesto a rodar entre otras historias inconclusas, vuelto humano.
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