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Cuando Cienfuegos, siendo estudiante en Salamanca, comenzó a escribir poesías, estimulado por su maestro Meléndez, la escuela neoclásica salmantina, a la que tan gran impulso había dado Cadalso, dominaba a la moda neoclásica de anacreónticas y pastorales, con su artificioso cortejo de Cupidillos y Céfiros, Filis y Cloris, pastores y arroyuelos. El manuscrito de sus Diversiones, fechado en 1784, que publicamos como Apéndice de esta edición, está lleno de los tópicos neoclásicos más gastados, que contrastan, sin embargo, con algunos sonetos y epigramas jocosos, más sobrados de ingenuidad que de ingenio. Pero, sobre todo a partir de su regreso a Madrid, en 1787, ya licenciado en Leyes, su poesía se va liberando de los clichés neoclásicos, llegando a alcanzar un apasionado acento romántico y un tono personal que le distingue de los demás poetas de su generación. En la última década del siglo, Cienfuegos escribe, en efecto, una poesía efusiva, trémula, preocupada -social, diríamos hoy-, a la que cuadra perfectamente el calificativo de prerromántica.
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