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Yo era una mujer felizmente casada, con dos hijas maravillosas y un marido estupendo. O eso creía. Porque hace seis años descubrí que me estaba poniendo los cuernos. Pero, ojo, no unos cuernos pequeñitos y disimulados, no. Unos que envidiarían incluso los miuras de pura raza. Grandes, voluminosos y afilados. De esos que todo el mundo ve menos la interesada, que, en este caso, era yo. Así que dejé de estar felizmente casada. Me divorcié, me compré un piso tan lóbrego como mi alma y me mudé a él con mis hijas.
Comencé una nueva vida, conocí a nuevos amigos y poco a poco el rencor que sentía hacia el género masculino de mi especie fue desapareciendo. La cuestión es que estaba muy cómoda con mi nueva vida repartida entre mi trabajo, mi familia y mis amigas. Hasta que, de repente, llegaron ellos. Sí, dos a falta de uno. Y radicalmente distintos el uno del otro. Al principio no es que me hiciera mucha ilusión despertar su interés, pero qué queréis que os diga, seis años practicando sexo única y exclusivamente conmigo misma son demasiados años. Así que me estoy planteando tener un affaire. Bueno, dos en realidad.
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