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«¡La felicidad, no ! ¡Sobre todo nada de felicidad ! ¡El placer ! Hay que preferir siempre lo más trágico», exclamaba en cierta ocasión Oscar Wilde. Mucho más que un aforismo, la frase contiene toda una declaración de principios, que el propio Wilde llevaría hasta sus últimas consecuencias con admirable literalidad. De hecho, en el suntuoso argumento de su vida, la tragedia tuvo un nombre : Lord Alfred Douglas. Este muchacho de aspecto «jovial, áureo y encantador» fue, ciertamente, el gran amor de Wilde, la viva encarnación de su apetecido ideal, pero también la causa directa del escándalo que le conduciría a los tribunales primero y de allí a la ruina y a la cárcel, de la que Wilde saldría convertido en patética sombra de sí mismo. Wilde y Douglas (Bosie, para sus allegados) se conocieron en 1881, cuando éste apenas contaba veinte años y aquél era celebrado ya como un santón del esteticismo y brillante escritor. Muy pronto se entablaría entre los dos una íntima relación. De su complejo y movedizo carácter dan buena cuenta las cartas reunidas en este volumen, que abarcan desde noviembre de 1892 hasta agosto de 1897 y que son todas las que se conservan entre los dos amantes, con excepción de la conocida epístola De profundis. Unidas por el común denominador de una inconstante pero continuada pasión, estas cartas nos conducen desde los gloriosos días de éxito y de los placeres compartidos hasta las amargas horas del desencuentro, cuando, tras dos años de prisión, uno y otro intentan en vano revivir antiguos esplendores. Desde las apresuradas y festivas tarjetas escritas desde cualquier hotel o restaurante, hasta las sombrías elegías concebidas en la cárcel o el exilio en Francia, la pluma de Wilde, lírica y mordaz, transparenta aquí en todo momento su fatal y decidida voluntad de acceder a ese nivel superior en el que la vida y arte se confunden.
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