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Madrid, febrero de 1577. Se cumple una década desde que Felipe II le hizo a la Villa el dudoso regalo de trasladar aquí la vieja Corte de Toledo. ¿Quién diría que esta es la capital de aquel ingente imperio, el mayor que conociera el mundo desde Tamerlán, el primero que circundaba el globo y donde no se ponía el sol? No os engañéis por la soberbia planta de sus palacios. Venid conmigo. Acompañemos, si os parece, al Diablo Cojuelo en su ascenso hasta la atalaya de San Salvador, cumbre de esta Babilonia española, y descubramos qué se cuece bajo los tejados del pastelón de Madrid. Veréis a muchos caballeros de horca y cuchillo, hidalgos encaramados a sus gorgueras, adelantados de las Indias, quién sabe si hasta endriagos con porte de cardenales primados. Pero a la catástrofe de carruajes que soportan tanta grandeza entre carromatos saturados de hortalizas, todos trabucando por costaneras sin empedrado ni alcantarillado, se suma una muchedumbre de gente embozada, desocupada y, sobre todo, hambrienta. Soldados de los Tercios a la caza de un mendrugo, pícaros maestros en el arte del chirle y esas mujerzuelas de las casas de malicia que constituyen las dos terceras partes de la ciudad, compitiendo con las iglesias y los conventos que se alzan en cada esquina.
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