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En una isla que fue refugio de atléticos nudistas cual pájaros de la playa, una vasta casona colonial, algo desvencijada, preside hoy una comunidad de jóvenes viejos, «golpeados de repente por el mal». A ella acude un día Siempreviva, «una verdadera anciana y no joven avejentada», con el deseo de vivir con mayor brío sus seniles extravagancias entre precoces ancianos de consumida juventud. En la casona, «donde se instala como en un hotel de lujo», conoce a Caballo, el médico. A partir de entonces, sólo piensa en someterse a la cura rejuvenecedora de Caimán, curandero herborista y zumbón. A medida que Siempreviva recobra un rancio esplendor, Sonia revive en la pantalla de su confusa memoria la pasión que la condujo hace cuarenta años a la locura y al accidente con el Bugatti tras el cual, al sobrevivir, la llamaron Siempreviva. Y, gravitando por encima de todos ellos, el Cosmólogo, narrador lúcido e implacable del lento desvanecer de esa fauna de «mórbidos», herida de muerte.
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