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En "Matarse para vivir", Chuck Klosterman combina el periodismo musical y la crónica viajera para narrar la historia de su odisea automovilística de veintiún días y 10.552 kilómetros (los que separan la habitación del hotel Chelsea en la que Sid asesinó a Nancy, en Nueva York, de la casa en la que se suicidó Kurt Cobain, en Seattle) en busca de toda una serie de lugares relacionados con la muerte de rockeros célebres. El motor de su periplo, sin embargo, no es el puro morbo, sino un genuino interés por indagar en el sentido del amor, la vida, la muerte y la fama, con la esperanza de llegar a responderse las siguientes preguntas: ¿Es morir lo único que le garantiza un legado a una estrella del rock? ¿Acaso son los accidentes de avión, las sobredosis, los incendios y los suicidios con armas de fuego la verdadera puerta de la inmortalidad para un artista? Y en tal caso, ¿por qué?
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