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No recuerdo cuándo dejé el fútbol. Solo sé que un tiempo después aprendí a controlar el balón con las figuras metálicas de un futbolín. A pocos metros del colegio, en un bar de La Maruca, había uno extraordinario, de madera maciza y mangos que se movían como pistones, mangos pegajosos. Las bolas tenían muescas. La última vale doble en caso de empate. Pasar por debajo al dejar al otro a cero. Cervezas en botellín. Vestidos. Los primeros móviles. Mejillones en salsa para doce. Cigarros. Licenciados en carreras que no te llevan por la banda, sino a sitios concretos. Nóminas de becarios y algún golazo con la media.
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