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Más de cuatro millones de personas pasaron por Auschiwtz durante la II Guerra Mundial. Se estima que por lo menos tres millones murieron, miles enfermaron y cientos trabajaron para el III Reich. Detrás de una puerta de acero y rodeados por una alambrada electrificada estaban, entre otros, polacos, judíos, alemanes, hombres, mujeres, niños, gitanos, gays, discapacitados y desertores. Los supervivientes narran que el miedo, el sufrimiento y la incertidumbre eran los sentimientos que dominaban los barracones. En aquellos cuarenta kilómetros cuadrados el mundo de los seres humanos dio paso al de los animales. Un lugar donde los castigos formaron parte de la rutina diaria y la supervivencia se convirtió en la única meta. Preguntar estaba prohibido y en su lenguaje no existía la palabra esperanza. Los inconformistas intentaron escapar y acabaron en una fosa común y los resignados trataron de adaptarse al rol que les habían asignado viviendo en un mundo donde sólo el azar les dejaba seguir respirando. El amor se convirtió en debilidad. Así, de manera progresiva y sin darse cuenta, muchos lo cambiaron por el placentero odio. Sólo hubo dos rebeldes que se resistieron, dos adversarios, una carcelera y su preso, que contra todo pronóstico se enamoraron. Ésta es la historia de una mujer perdida que encontró su camino de la mano de su esclavo y un hombre que vio la luz en la oscuridad de una asesina. Es la manera de explicar cómo un corazón judío muerto volvió a latir impulsado por la sangre aria.
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