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En 1982, Bill Buford subió a un tren en una estación rural, en Gales. El tren estaba en manos de un nutrido grupo de aficionados al fútbol que habían comenzado su metódica destrucción; las fuerzas policiales fueron incapaces de impedirlo. Antes de llegar a Londres, el tren quedó fuera de servicio. Bill Buford, norteamericano residente en Gran Bretaña, jamás había presenciado una conducta parecida entre los aficionados al fútbol: nunca había visto a un «hooligan» inglés, a un «vándalo». ¿Había alguien que realmente tuviese conciencia de lo que sucedía todos los sábados en todos los rincones del país? ¿Por qué no se había parado nadie a escribir en serio acerca de ellos? Durante los ocho años que siguieron -los años de las revueltas en los ferries que cruzaban el Canal de la Mancha, de las reyertas en la calle, en los alrededores de los campos de fútbol, de las tragedias de Heysel y de Hillsborough, de la violencia desatada en el Mundial de 1990-. Buford se aprestó a viajar con los hinchas. Viajó con ellos por Gran Bretaña, Italia, Turquía, Grecia y Alemania. Asistió a reuniones del National Front y fue testigo del saqueo de un pub. Vio apuñalamientos, escenas de violencia extrema -en uno de los casos, la violencia sólo pudo detenerse con la llegada de un tanque del ejército-. Conoció a personas con apodos tales como Pete Parafina, Sammy el Caliente, Cabeza de Piedra... Se hizo amigo de otros, muchos de los cuales están hoy en la cárcel: carteristas, tironeros, atracadores, traficantes de cocaína, comerciantes de dinero falsificado, e incluso conoció a uno que le arrancó a un policía el ojo de un mordisco.
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