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«Hay un instante en los serenos ocasos de verano en que cualquiera diría que los objetos brillan, como si devolvieran parte de la generosa luz que recibieron a lo largo del día. Era entonces cuando Marcelino dejaba lo que estuviera haciendo, se incorporaba, se pasaba el dorso de la mano por la frente y contemplaba el valle a sus pies. Todo relucía y resonaba como una campana de luz dorada. También aquel ocaso de julio Marcelino se detuvo y contempló. La casa, el hórreo, el carro, todo resplandecía recortado contra el cielo azul profundo donde el primer lucero comenzaba a anunciar la nueva era. Todo menos la gran mancha de sangre en el serrín y el cuerpo de su hermano. Pero lo cierto es que no había querido hacerle daño». Esta bella y sorprendente novela es como un espejo donde nos reflejamos todos. El lector, sea de ciudad o de campo, puede asomarse a un mundo mítico, en el que la Historia es solo otra fábula que se cuenta junto al fuego, y limpiar en ella su mirada hasta dejarla tan clara como la de su protagonista.
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