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Aunque identificada como enfermedad femenina desde la Antigüedad, la histeria ha sido ignorada por egipcios, griegos y romanos, Hipócrates y Galeno. Todos coincidían en la idea de que provenía de perturbaciones del útero, órgano migratorio según algunos. Hasta el día en que san Agustín, colocándola del lado del diablo, hace callar el discurso médico durante varios siglos. Toma entonces la mascara del demonio y la brujería, desafiando tanto al poder religioso como a la autoridad política. Diane Chauvelot señala que la histeria no es solamente, y desde siempre, objeto de rechazo, sino que es un síntoma social. Su historia es una sucesión de escándalos, desde el alboroto de las comunidades de mujeres (brujas y poseídas) hasta los suicidios colectivos. Actualmente rebautizada como síndrome de conversión o trastorno de personalidad múltiple, la histeria cambia su repertorio con las modas, pero sigue siendo esa alteración estructural que, sólo después de Freud, los psicoanalistas saben escuchar.
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