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No hay manera de escapar puede leerse al menos de dos maneras: como una novela policial con todos los ingredientes del género o como un particular trabajo colaborativo entre Boris Vian y Oulipo, el grupo de literatura potencial francés nacido en 1960, un año después de la muerte del autor. Nos situamos en la década del cuarenta, en una ciudad del interior de los Estados Unidos. Frank Bolton regresa de Corea con el cuerpo tullido: perdió la mano izquierda en combate y se la reemplazaron por una incómoda prótesis de acero. Todavía lo acechan los fantasmas de las masacres ocurridas allí. Cuando llega a la mansión de su familia, lo sacude la noticia del asesinato de su primera novia. Pronto se irán sumando otras víctimas, como si alguien se hubiera ensañado con las personas importantes de su pasado. Acompañado del excéntrico y afeminado detective privado Narcissus Rose y de una galería de personajes de la época, rodeado de coches de lujo, bourbon y mucho jazz, Bolton trata de encontrar al culpable y, entre tanto, va narrando en primera persona cómo la guerra hizo mella en su vida y en la sociedad de su tiempo.
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