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Mientras Sam trota sin mucha convicción por el madrileño puente de Segovia, un desconocido se dirige a él y asegura ser su amigo del alma, Alberto Delgado, al que hace más de diez años que no ve. Sam duda unos minutos hasta que un comentario disipa su recelo. Alberto ha cambiado muchísimo para mejor: pertenece al cuerpo diplomático, nada en la abundancia y tiene un aspecto estupendo, incluso el mismo pelo que tenía de joven; por su parte, Sam ha engordado, su descuido indumentario es completo (igual que el de su piso, donde pasa casi todo el tiempo), malvive de unos erráticos encargos laborales y debe varios meses de alquiler. En su juventud, Sam era un escultor que prometía, y Alberto, un poeta en ciernes.
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