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En 1998 nadie podría haber anticipado el éxito que aquella modesta película titulada The Ring acabaría cosechando por todo el mundo. Sus impactantes imágenes y revolucionarios recursos sobrecogieron a los espectadores hasta ocupar hoy día un lugar privilegiado en nuestra cultura popular, y la convirtieron en un fenómeno que cambiaría para siempre el género de terror. No es casualidad, pues el éxito de su director, Hideo Nakata, consistió en saber rescatar para la gran pantalla la fascinante mitología, el aterrador bestiario y la sutil iconografía que la cultura japonesa ha ido fraguando durante apasionantes siglos de historia. Pocos conocen a Okiku, la joven arrojada a un pozo cuyo fantasma atormentaría a su señor; a Kuchisake-onna, el aterrador espectro que desfigura el rostro de los hombres más incautos; o incluso al estrafalario Bakeneko, una suerte de duende en que aseguran se convierten los gatos domésticos más longevos. Los fascinantes relatos y estética que inspiran el cine de terror nipón son el resultado del ancestral temor a un hábitat violento, la opresión social del arraigado feudal
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