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Jules Renard (1864-1910), un narrador cuya esforzada prosa no alcanzó a igualar a la de los gigantes que le precedieron -desde Victor Hugo hasta Verlaine, pasando por Flaubert-, se ha convertido en un clásico gracias a su Diario, obra maestra secreta que se publicó después de muerto. Desde entonces su prestigio no ha cesado de crecer. Ese éxito incesante y su enorme influencia entre una pléyade de escritores de varias generaciones se deben a la radical modernidad del Diario de aquel moralista que, sin perdonar las vivisecciones -fulgurantes y agudas- de la sociedad literaria , política, periodística y teatral de su tiempo (desde Oscar Wilde hasta Alfred Jarry, de Valery a Mallarmé, a Sarah Bernhardt, Gide, Toulouse-Lautrec o Marcel Schwob), concentró lo mejor de su talento en el análisis penetrante y despiadado de su propio carácter, sus méritos y debilidades, sus ambiciones y contradicciones. Eligiéndose a sí mismo como tema, se propuso como espejo de todos los hombres, y de ese empeño nace el documento excepcional, el prodigio de humor y de lucidez que el lector tiene entre las manos.
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