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Quizá inspirado por el propio ángel (porque una de las funciones de estos seres es dictar libros sa-grados), Federico Ocaña ha escrito una colección de poemas, ha titulado cada uno de ellos «tesis» o «mandamiento» y los ha numerado como si formaran parte de un tratado sapiencial o un código le-gislativo. Sin embargo, no hay en este libro certezas ni leyes grabadas en piedra, sino atisbos de un mundo misterioso, recién fundado, como procedente del tiempo en el que nació la Historia y el an-gelus novus comenzó su visión. El poeta, más que autor, parece el transcriptor de unos textos ajenos, como el arqueólogo que ha descubierto unas tablillas de arcilla que contienen el testimonio fragmentario de una sabiduría antigua pero extrañamente vigente. Son versos de una época remota en la que «poeta» quería decir «sabio», «cronista» (esto es, guardián o inventor de la memoria) y también «profeta» (que es quien recibe y transmite las revelaciones).
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