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Kurt Vonnegut quería escribir una novela sobre la guerra. Pero tenía dos problemas. El primero, que le hacía volver a lo que él había sufrido: sobrevivió al bombardeo de Dresde, el más cruento de la Segunda Guerra Mundial, y fue hecho prisionero de guerra. El segundo, que le daba pavor que llevasen la historia al cine (como le advirtió que pasaría una buena amiga suya) y la interpretase una gran estrella, un actor muy machote, y los niños quisiesen ir también a la guerra y las guerras no se acabaran nunca.
Pero escribió esa novela, y se prometió que sería distinta a todas las demás. Que hablaría de «la cruzada de los niños». Y que en ella habría miedo y risa y viajes en el tiempo y ternura y estupor y sorpresa y fragilidad.
Y esa novela se convirtió en la gran novela antibélica de todos los tiempos. En el emblema de la contracultura de los sesenta. En uno de los mayores clásicos de la narrativa estadounidense. En este libro que ahora sostiene el lector, en el que late el corazón asustado y risueño de Vonnegut dentro de un búnker bombardeado y también la promesa infantil (y bonita) de que no habrá más guerras
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