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No hay muchos libros como éste: libros de los que puede decirse, sin faltar a la verdad, que son el tesoro que abre no sólo las puertas de la memoria, sino también los caminos del tiempo; libros que permiten, al desplegar sus páginas, vivir de nuevo, existir más. Uno escribe, ahora (siempre se escribe ahora, ese eterno presente es otra de las magias del papel), con el bolígrafo azul que le regaló un niño. El texto les llega a ustedes en negras letras de molde, pero el bolígrafo es azul. Y lo hace uno, lo de escribir, convencido de que esa derrota a la que todos parecemos condenados, a la que nadie deja de sentirse abocado alguna vez, pueden evitarla las palabras. Algunas palabras, al menos. No las del bolígrafo azul, ya se sabe. Pero sí las de López Ramón.
Todos los amigos de José María, incluso los que en apariencia ya marcharon, como habremos de marchar nosotros también, vuelven, citados o no, asomándose al libro con lo que en él se cuenta, y (a los caballeros, como a la música, los hace el silencio) con lo que no se quiso contar.
Todos ellos (Torrente, Fernández Flórez, Cunqueiro...), hasta Valle-Inclán, andan, ya se adelantó, por estas memorias.
Y andan, además, muchos otros. No se preocupen: ahí están. Si el bolígrafo quiso citar a los escritores (a algunos, sólo, que por los capítulos viajan bastantes más, todos merecedores de mejor lugar que este prólogo) fue porque uno está convencido de que López Ramón, antes que cualquier otra cosa (amigo de la historia y de la ciencia, oficial en África, periodista, alcalde y gobernador...) es un escritor.
