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Con diecinueve años, Zuhaitz Gurrutxaga cumplió el sueño de su vida: debutar con la Real Sociedad en Primera División. La perla de la cantera guipuzcoana cautivó a los aficionados y a la prensa, pero empezó a sentir cada vez más presión: «Tenía mucho miedo a fallar en el campo. Llegué a odiar el fútbol por todo lo que me hacía sufrir». Una noche de verano se le voló la cabeza y creyó que se había vuelto loco para siempre. No tenía palabras para nombrar lo que le pasaba, no se atrevía a contárselo a nadie, y en los terrenos de juego trataba de disimularlo como podía. El mismo día en que Gurrutxaga se proclamó subcampeón de Liga con la Real, su madre se asustó tanto con su comportamiento que buscó una psicóloga al azar y lo llevó a su consulta. Gurrutxaga fue cayendo por equipos de Primera, Segunda, Segunda B y Tercera, mientras luchaba contra la ansiedad, la depresión y un grave trastorno obsesivo-compulsivo. Lo curioso es que nunca perdió el humor. Cuando colgó las botas, se subió a los escenarios de los teatros para contar las tripas del fútbo
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