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Una médica y una periodista españolas, que meses atrás se habían conocido en Moscú, decidieron subirse al Transiberiano en el verano de 1994, tan solo dos años y medio después de que finalizase la Perestroika, para pulsar la realidad profunda de una Rusia en crisis que, sospechaban, tenía poco que ver con su capital. La estación término era Vladivostok, ciudad de Siberia próxima a las fronteras con China y Corea del Norte. Por el camino se detuvieron en Ekaterimburgo, Irkustk (desde donde aprovecharon para navegar el Baikal de sur a norte) y Jabárosk. Ahora, recuperan aquel viaje y lo rememoran en paralelo a la historia de un ferrocarril que fue, es y será más que un tren: un instrumento de unión para un país inmenso, la aventura de una red ferroviaria que forjó un imperio.
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