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Finales del verano de 1951. Jean-Paul Sartre, tras partir "con las manos en los bolsillos y un papel en blanco en la maleta", emprende su viaje a Italia. Llega a Nápoles, una ciudad llena de edificios despojados hasta la médula, con ropa colgada de los balcones y por todas partes sequía, chusma, pobreza. Luego se adentra en el corazón de Capri, a través de una carretera serpenteante y salvaje. Finalmente, en Venecia, con el telón de fondo de los frescos de Tintoretto, entre santos, querubines y dux, se siente renovado: la ciudad flotante tiene un aura de sueño, vaporosa y siniestra; es un material fluido en conflicto con la arquitectura del hombre que atrapa y da forma al turista. Definida por el propio Sartre como "Las náuseas de mi madurez", la reina Albemarle
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