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En el verano de 1979, un pintor inglés desembarca en una pequeña isla rocosa, de apenas un centenar de habitantes, frente a la costa oeste de Irlanda. El señor Lloyd llega decidido a vivir la experiencia isleña en su forma más genuina, a imbuirse de la luz y la quietud del paraje y así pintar la gran obra que relance su carrera. Muy pronto, sin embargo, aparece en escena otro visitante extranjero, Jean-Pierre Masson, un lingüista francés empeñado en mantener con vida la lengua irlandesa, para lo que considera primordial que la isla y su población local preserven su aislamiento. El inevitable choque entre los dos visitantes tiene lugar ante la atenta mirada -entre la irritación y la ironía- de los lugareños, que comienzan a cuestionarse el modo en que estos forasteros se relacionan con la isla y con ellos mismos: cuánto aportan, cuánto toman y qué deberían ofrecer a cambio. Una tensión que, no obstante, es apenas una leve estridencia en comparación con las noticias que llegan desde Irlanda del Norte, donde la lucha armada entre el IRA y las fuerzas leales al Reino Unido empieza a alcanzar unas cota
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