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Una tarde de otoño en que hablábamos de arte románico y de los viejos monasterios medievales, de los monjes copistas que evitaron que se perdieran tantos textos antiguos griegos y latinos, yo expresé, de pasada, mi interés por la vida de los monjes.

-Su acogimiento a la soledad, al silencio, a la meditación y al estudio, les convierte en seres muy singulares, no sé si superiores o inferiores al común de los mortales, pero en cualquier caso merecedores de observación y análisis. Siempre me han intrigado -dije-. Les considero uno de los prototipos más extraños y enigmáticos de la especie humana.

Esa muestra mía de simpatía y admiración hacia la vida de los monjes escandalizó de inmediato a algunos contertulios.

-¡Prototipos extraños y enigmáticos!, ¡joder, Sergio, cómo hablas! Quieres decir que son gente rara, pero rara de cojones -me reconvino Sistiaga-.

La tertulia ofrece estos contrastes. En un parpadeo se pasa de la seriedad al lenguaje más arrastrado y malsonante. Yo les cité un cuadro que siempre me ha fascinado, Monje a la orilla del mar, del pintor alemán Caspar David Friedrich.

-Fue pintado -les dije- a principios del siglo XIX. El mar aparece como un horizonte umbrío del que emergen penachos de nubes, a lo Turner, una niebla envolvente que sugiere el enigma de la naturaleza, espectáculo sobrecogedor ante el que el monje se abisma. Es un lienzo que me intriga y me suscita respeto hacia la actitud contemplativa del monje frente al universo indescifrable.

Brota como tema de conversación de manera casual, como brota una planta en un prado, arrastrada por el viento sin que nadie la haya sembrado. Pero arraiga y crece.