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«Asistimos en la lírica de Alberto al funeral de una nostalgia, que puede ser la misma que nos empuja al universo Cobián, al que se accede a través de una verdad y donde nos crece fruta en las mejillas, silbamos a pájaros sin plumas o comemos tostadas con un desconocido. Dentro de esas ventanas, que encierran el diálogo entre música y escritura, y donde tropezamos con Henry Miller, con Bach, con Judas Priest o con el perro de Goethe, Alberto nos dispara insultos que se vuelven elogios, nos trae en sus versos ballenas y campos de aluminio, platos de ducha plagados de espigas y mujeres que lavan en los volcanes, y un mar tranquilo al que llamamos estúpida madurez. Alberto Cobián sufre con todo para que nosotros podamos disfrutar de su poesía, construye ventanas y selvas y cárceles deseables, como estos poemas, que son hermosura y silencio y exilio de nosotros mismos, como el aullido con el que nos anuncia el réquiem de la juventud, siempre atrapada en un vino, un poema o una canción.» Del prólogo de Roberto Osa
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