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Y apenas nada no es sino el lamento de una madre por la espectral desaparición de su hijo, Napoleón Chicomóztoc, una tarde, en el médano de las afueras de su aldea costera del Golfo de California. ¿Pero quien era Napoleón Chicomóztoc? Un tipo inútil, aquejado de una aguda neurastenia y abandonado a su nulidad hasta por su esposa con su único bebé, del que ya no queda sino esa bicicleta y el intenso desgarro de su madre que se resiste a creer que no vaya a regresar nunca. Contra esta sencillez argumental, Eduardo Rojas, como en su anterior novela, La mujer ladrillo (2016), levanta una melancólica relatoria casi magistral, donde la añoranza con que discurren cada una de sus frases no hace sino avivar el pobre desamparo en que yacen sus personajes. Al punto que Rojas, en su manejo de esta peculiarísima prosa, no solo frisa la obra maestra sino que hasta establece una modalidad para la narrativa hispana y que, tanto por su sencillez como por su hondura dolorida, podríamos llamar el «realismo poético».
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