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«Vivimos en una democracia», nos jactamos. «Podemos quitar y poner a nuestros gobernantes», nos repetimos. «Somos libres», nos consolamos. Esa es nuestra democracia, o así debería funcionar, al menos en teoría, nuestro sistema democrático, el que creemos más avanzado del planeta. Tenemos idealizada esa palabra «democracia», cuando, en verdad, nos limitamos a depositar, cada cuatro años, una papeleta con unos nombres preelegidos por los todopoderosos partidos políticos. ¿Tan perfecta es nuestra democracia? La verdad es que no. Su ejercicio dista bastante de la perfección de su apariencia. Pero, sin embargo, muy pocos son los que se atreven a denunciar sus flagrantes pecados. Si algún crítico cuestiona alguno de sus postulados o critica algunas de sus evidentes fallos, siempre aparece el apologista de turno repitiendo las palabras atribuidas a Churchill: «La democracia es el peor de los sistemas políticos si exceptuamos a todos los demás, claro está».
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