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Es la Vigilia de los Puercos, la fiesta invernal que marca el año nuevo en el Mundodisco. Los niños duermen y esperan que Papá Puerco baje por la chimenea y les deje sus regalos. Sin embargo, algo extraño está ocurriendo. El visitante no es un anciano tripudo de barba blanca. Recuerda más bien a un esqueleto. No se aclara mucho con el almohadón que lleva atado a la cintura debajo del traje rojo. Exclama «¡Jo, jo, jo jo!» en tono fúnebre y parece más acostumbrado a usar la guadaña que a repartir caramelos dentro de los calcetines. Pero alguien tiene que hacer el trabajo, porque Papá Puerco está... Bueno, a falta de palabra mejor, muerto. Y si para mañana por la mañana no creen en él las suficientes personas, el sol no asomará por el borde del mundo. En esta nueva novela (que debería llevar un aviso en portada por su tremenda adictividad) el destino del Mundodisco queda en manos del auténtico sentido de la fiesta más entrañable del calendario, que es poner regalos bajo el árbol y comer hasta reventar. ¿O era la paz y la buena voluntad? Quizá su sentido último sea otro, olvidado hace tiempo.
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