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Raúl no lloraba. La voz se le quebraba, los ojos se le humedecían pero nunca le vi derramar más gotas que las gotas de güisqui sobre su amigo muerto. La única vez que vi llorar a Raúl fue por una puta. Tenía las muñecas abiertas y andaba en calzoncillos deambulando de un lado a otro de la casa, como un alma en pena, decorando con su propia sangre las paredes y el suelo de aquel macabro apartamento, repleto de botellas vacías de vino barato y ropa sucia esparcida por el suelo, en el barrio del Clot de Barcelona, donde Alfons Cervera y yo habíamos llegado desde Valencia, conduciendo toda la noche junto a Isabel y Menchu, para llevarlo al Hospital de San Pablo, sin saber si al llegar nos lo encontraríamos con vida o muerto.
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