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Más allá de precisiones lingüisticas, mientras que gaditano es el natural de Cádiz, gadita pasa a denotar el que ejerce como gaditano. Antiguamente se distinguía entre «tirillas» y «beduinos», que era como se denominaba a los habitantes del nuevo Cádiz que se extendió sobre el istmo, desde las Puertas de Tierra hasta Cortadura. Hoy, ser gadita no es una profesión, sino un oficio amateur, esto es, de amante. Tampoco se trata de un simple estereotipo, aunque también lo sea. Es una actitud ante la vida, que puede hacer compatible las contradicciones y las paradojas. Da por hecho que los tanguillos y mucho más que los tanguillos se está perdiendo y es una pena. Y, a pesar de que no le importa demasiado que los granadinos se apropien de Manuel de Falla, entiende que una conjura de derrotistas viene conduciendo a Cádiz al desastre desde que nos mangaron la Casa de la Contratación de Indias. Canta tirititrán por alegrías con el hambre que vamos a pasar y llora por Camarón. Amigo de los disfraces, el gadita compagina el carnaval y la Semana Santa sin que le rechinen las entendederas. Quizá porque su mayor devoción religiosa sea el Cádiz C.F., sin darse cuenta que a Moliere no le sentó bien el color amarillo de la camiseta. Y aunque Cádiz pasa por ser abierta y cosmopolita, atrás quedaron los tiempos de la Carrera de Indias y de Jorge Juan. Esto es, el gadita puede creer que más allá de Puerta Tierra no existe vida inteligente, pero intuye al mismo tiempo que le sería más fácil tomar un café en La Habana que en Madrid. Suele viajar poco si no es por ciertas tristes obligaciones y su ilusión es la de que vive en el mejor sitio del mundo. Y puede que tenga razón, aunque sería bueno salir de vez en cuando fuera de las murallas para comprobarlo. Y es que el gadita vive intramuros, como en una especie de convento urbano pero ¡qué convento!, con salida al mar y a las estrellas.
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