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Desde hace mucho tiempo, a los gobernantes y a los científicos sociales les ha preocupado el tamaño de la población. Tras la publicación, a finales del siglo XVIII, del Ensayo sobre el principio de la población de Thomas R. Maithus, el interés por las variables demográficas se redobló. Con demasiada frecuencia, el crecimiento demográfico ha servido (y lo sigue haciendo) de chivo expiatorio de los problemas que aquejan a la Naturaleza y a la Humanidad. El final del siglo xix y el principio del xx vivieron un auge de las sociedades eugenésicas preocupadas por la reproducción de los «no aptos» (así es como denominaban a la gente pobre y miserable). Estas sociedades y los grupos de presión de los que se servían propusieron toda clase de medidas para limitar los nacimientos de quienes consideraban inferiores con el «noble» objetivo de mejorar la especie humana. Su temor a que las clases más bajas y menos aptas pudieran extenderse e invadir el mundo les llevó incluso a fomentar la aprobación de leyes que hoy día nadie dudaría en valorar como violadoras de los derechos humanos más básicos. Sólo la derrota en la Segunda Guerra Mundial del régimen nacional socialista de Adolf Hitler permitió sacar a la luz pública la degeneración moral a la que llevaron las propuestas eugenésicas. Durante los años sesenta y setenta del pasado siglo xx, se popularizaron las profecías apocalípticas que anunciaban todo tipo de catástrofes como consecuencia del rápido crecimiento que en aquellos años estaba experimentando la población mundial. Paul Ehrlich, por ejemplo, no dudó en describir este crecimiento como una «bomba demográfica». Se temía que la Tierra fuera incapaz tan siquiera de alimentar a tanta gente. Por supuesto, se afirmaba con rotundidad y seguridad que no habría recursos naturales para abastecer la creciente demanda, por lo que se vaticinaba el colapso de la economía mundial. Las tensiones por el control de los escasos recursos provocarían guerras y confrontaciones de unas naciones contra otras. \
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