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Cuando Lope de Vega escribe «Las bizarrías de Belisa» en 1634 tiene a sus espaldas una extraordinaria trayectoria en la que confluye el éxito con la desgracia, la fama con la condena. Lope goza, por un lado, del privilegio de ser un mito canonizado en vida, y por otro, se ve apremiado por numerosos desencantos que vierte en una expresión estética que oscila entre lo realista y lo distorsionado. Sus relaciones con el todo poderoso valido del rey, el Conde Duque de Olivares, son poco armónicas, y su situación anímica fluctúa entre la necesidad de reconocimiento literario y el deseo de evadirse de la Corte. En «Las bizarrías de Belisa» la ciudad de Madrid invade el texto como un marco tan hermoso de día como inhóspito de noche, bullicioso e impredecible, incita una serie de conductas agresivas, desde la inauguración de nuevas respuestas a la violencia simbólica que impone el trazado de calles y edificios. La comedia establece una compleja relación entre comportamiento humano y entorno arquitectónico, muy interesante para el lector moderno.
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