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Las fronteras (políticas, culturales, literarias) son espacios tan complicados de habitar como propicios para la fabulación. Y si encima son islas, y comunican con mares insondables, que hierven extrañamente (como hierven o hervían los mares de esta novela) de peces sin número y de calamares que acababan varados en la playa , pues mejor que mejor. Para los que nos alimentamos de fabulaciones (sin despreciar los peces ni los calamares) por lo menos. Las fronteras han sido, desde la antigüedad, escenarios privilegiados de la épica (y del relato de aventuras, que no se sabe muy bien si es hermano o si es hijo de la épica), geografías permeables (demasiado permeables) para la tragedia, rutas sobre las que insisten, una y otra vez, los libros de viajes. En la literatura de hoy, las fronteras pueden ser también escenarios naturales de la introspección psicológica, de la etnografía literaria, del memorialismo que pone un pie en el recuerdo y otro en el sueño.
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