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El visitante trae en la memoria la imagen, mil veces difundida, de una Alhambra almenada contra el fondo de Sierra Nevada. Elogiada por las crónicas, viajeros de todas las épocas han dado fe de sus bellezas "patentes, pero escondidas", como reza una inscripción árabe. Escondidas pero fáciles de encontrar en sus calles y plazuelas, sus paisajes y sus gentes.

Consciente de la antigua grandeza de la ciudad que habita, de que alguna vez ésta fuera capitalidad de uno de los reinos más prósperos, y el último en someterse, le es propio al granadino cierta introspección en su carácter, que le hace introvertido, suavemente melancólico y, en algunas ocasiones, fatalista.

Granada es el ocaso, la caída del sol como imagen tal vez subconsciente de su decadencia real. Y este ocaso en Granada es -dice Lorca- infinito. No acaba nunca.

Mirando desde la plaza de los Aljibes en la Alhambra, y frente al Albaycín que va prendiendo sus faroles (efecto que es llamado aquí "cielo bajo"), sus fulgores alcanzan en verano hasta las once de la noche.

Granada es una ciudad para visitar despacio.

La maravillosa Alhambra, la grandiosidad de su Catedral, el embrujo de sus calles, exije un tiempo que nunca se dará por perdido. Pero el poder de seducción de Granada no se agota en la capital. Sierra Nevada,

Las Alpujarras o la Costa, ofrecen un buen número de pueblos pintorescos y espectaculares paisajes.