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A sus catorce años, Catalina asoció la prosperidad de las niñas de su barrio con el tamaño de sus tetas. De modo que quienes las tenían pequeñas, como ella, debían resignarse a vivir en la pobreza. Por eso se propuso, como única meta en su vida, conseguir -a cualquier precio- el dinero para implantarse un par de tetas de silicona, capaces de no caber en las manos abiertas de hombre alguno. Pero nunca pensó que, contrario a lo que ella creía, sus soñadas prótesis no se iban a convertir en el cielo de su felicidad sino en su tragedia personal y su infierno.
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