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Dios ha recorrido un largo camino para revelar su ley a los hombres. Este itinerario de gracia se encuentra marcado por tres grandes etapas: la creación, la historia antigua del pueblo judío y el acontecimiento de Jesucristo, ninguna de las cuales puede ser sustituida por la anterior. Así, la revelación del Antiguo Testamento invita a reflexionar sobre la seriedad de una ley que tiene su origen en Dios, autor de la creación, y que reclama la obediencia más radical. No olvida, sin embargo, la fragilidad de la propia ley, inscrita en una historia concreta (que ha visto evolucionar muchos preceptos) e incapaz de transformar interiormente al hombre, aunque sea su educadora en el camino de la vida. Con todo, es en el Nuevo Testamento donde se alcanza la plenitud de la ley. Lejos de añadir o modificar preceptos (lo cual es más bien una consecuencia), la singularidad de la persona de Cristo lleva a «cumplimiento» y «término» la ley antigua. Pues «no puede estar Cristo sin la Ley ni la Ley sin Cristo, porque la Ley es testimonio del Evangelio y el Evangelio perfección de la Ley» (Gregorio de Elvira).
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