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«El sacerdote no se pertenece, porque es total y absolutamente de Dios y de los hermanos» (F. Sheen). Se trata de una frase algo retórica, es cierto, pero sería trágico si el presbítero no aprendiese cada vez más a reconocerse hombre de Dios, elegido y llamado por Él, y sobre todo buscado y probado por Él. Nadie es amigo tan íntimo del Eterno ni lucha tanto con Él como el sacerdote. Además, el sacerdote pertenece a los hombres, a todos indistintamente, y, por tanto, está llamado a soportar sus cargas y sus preguntas, sus dudas y sus luchas con respecto a Dios. Lo humano y lo divino se mezclan en él, además de otras polaridades conflictivas: creyente y no creyente, solo y de todos, hombre de carne «pero prolongado en el misterio» (F. Fuschini)..., en una síntesis jamás terminada pero luminosa. Porque «la figura del sacerdote es comprensible solo si hay en él algo incomprensible» (S. Weil).
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