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Jean Forton (Burdeos, 1930-1982) nació veterano, murió joven y pudo haber sido famoso, pero eso ya no pasó. Nunca sobrevalorado, fue inopinadamente desechado y casi olvidado por la misma industria de los premios que antes lo había encumbrado. Dejó de escribir, o empezó a hacerlo en secreto, se convirtió en un librero misántropo y dedicó los días que le quedaban a vender códigos civiles a estudiantes universitarios. Mejor eso que suscribir el gusto literario oficial de la época.
Ceniza en los ojos (1957) es, según la opinión popular, su mejor novela. Y también la más contemporánea. Quizá por su desencanto y su pesimismo, por el humor despiadado, porque Fortonparece estar de vuelta de todo.
La historia se resume con facilidad: un hombre mayor seduce a una jovencita con alevosía, y por ello la han calificado, sin razón, de antilolita. Al igual que la novela de Nabokov, Ceniza en los ojos acaba mal, pero es la prosa casi forense y transparente del autor, que se confunde con el diario de este Don Juan de tercera, «mediocre, más bien feo y perezoso», sin talento ni ideales, la que sorprende, como ejercicio de estilo a la inversa, por su modo personalísimo de dar cuenta de una historia tan universal y banal. Aunque no por ello sea menos trágica: del monólogo interior a la palabra, transitiva, que mata, hay un paso. De allí a ser el propio castigo, poco más.
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