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Una infancia atribulada, con un padrastro cruel, una madre débil, un internado siniestro. Una adolescencia de explotación y miseria en una fábrica. Por fin, la huida, a pie, de Londres a Dover, donde una tía excéntrica, que siempre quiso que el niño fuera niña, acoge y protege al huérfano desamparado. Luego la juventud: los primeros amores, los primeros trabajos, los primeros amigos. Y las decepciones: amores equivocados, amigos que se desvían, promesas que se desvanecen, y también lealtades que perduran. David Copperfield fue siempre la novela preferida de Dickens, quizá porque en ella proyectó gran parte de su propia vida. Desde su publicación por entregas entre 1849 y 1850, no ha dejado más que una estela de admiración, alegría y gratitud. Henry James recordaba que de niño se escondía debajo de una mesa para oír a su madre leer las entregas en voz alta. Dostoievski la leyó en su prisión en Siberia. Tolstói la consideraba el mayor hallazgo de Dickens, y el capítulo de la tempestad, el patrón por el que debería juzgarse toda obra de ficción. Fue la novela favorita de Sigmund Freud. Kafka la imitó en Amerika, y Joyce la parodió en el Ulises. Para Cesare Pavese, en estas «páginas inolvidables cada uno de nosotros (no se me ocurre elogio mayor) vuelve a encontrar su propia experiencia secreta».
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