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La búsqueda de oro y de El Dorado obsesionó a los conquistadores desde principios del siglo xvi, empujándolos a surcar los Andes y a explorar las ignotas y selvosas regiones orientales, en unas expediciones a menudo desastrosas y siempre decepcionantes; un El Dorado que, en su elusividad, se desplazaba más allá de la línea del horizonte conforme avanzaban los exploradores. La tierra de los Mojos, en la cuenca alta amazónica, anegada durante muchos meses del año, fue la meta última, tardía, de estas exploraciones. Una tierra misteriosa que, según la leyenda, estaba habitada por gentes ricas en oro y metales preciosos. Pero los españoles sólo encontraron allí ?como se cuenta en estas páginas apasionantes?, un pantano desmesurado, habitado por gentes pobres, dispersas, poco numerosas y, por tanto, poco aptas para la explotación laboral. Pero sí se capturaron almas, amaestradas por los jesuitas en toda una red de misiones que, en cuanto a población y orden, sólo fueron a la zaga a las de Paraguay.
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