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En estas crónicas hay "ese olor a sexo que desmaya", como escribía Perlongher. Son las de un deseo caminado donde la ciudad ya no es el mercado de signos de una modernidad siempre a conseguir, ni el museo de "lo nuestro" como invención populista, sino un gran stock de cuerpos disponibles que se desvisten con la mirada o con los que se intercambian códigos de hombre a hombre.
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