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En nada ha invertido tanto la naturaleza humana como en comunicación. Desde el momento en que la diferenciación sexual obligó a los homínidos a relacionarse entre ellos para perpetuar la especie, la biología humana ha evolucionado a marchas forzadas para hacer esa relación más productiva, más plena y más eficiente. Resultado: las innovaciones de más éxito a lo largo de la evolución siempre han ido asociadas a grandes ventajas comunicativas. Así, nuestra necesidad ineludible de agradar a los demás ha dejado rastros en nuestro cuerpo en forma de postura erguida, labios sobresalientes y facciones armoniosas, y también en nuestra mente, al hacer surgir emociones como el amor, imprescindible para unir a dos personas en la crianza de una prole que necesita más atención, y durante más tiempo, que la del resto de animales. Con todo, el producto más espectacular de nuestras ansias comunicativas es, sin duda, el lenguaje, una invención excepcional que permitió a los humanos procesar lo que ocurría en su entorno de una manera mucho más eficaz que hasta entonces, al hacer más fácil obtener información, guardarla en la memoria, recuperarla, recombinarla e incluso manipularla para engañar a los demás. Y, sin embargo, el lenguaje es mucho más que un medio de transporte de información cotidiana: al adquirir la capacidad de hablar y entender lo hablado, conformamos nuestra cognición y adquirimos los conocimientos atesorados durante generaciones, los que nos ayudaron a adaptarnos al medio y perpetuarnos como especie. Los que nos permitieron, en suma, sobrevivir.
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