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Los grandes y marrones ojos de vaca de Alberta Wright miraban con adoración el rostro negro de Sweet Prophet. Parecía que el predicador sólo se estaba dirigiendo a ella, aunque era una más entre los seiscientos conversos de túnica blanca arrodillados en el ardiente asfalto bajo el sol del mediodía. Alberta se sentía en éxtasis, y éste resultaba contagioso. Había depositado su confianza en el Señor. Él le había correspondido con un sueño millonario, y lo contó a la multitud. Acercó su agua para que fuera bendecida por Sweet Prophet y al poco rato se encontraba tendida en el suelo, convulsionándose sobre la calzada mojada. Para Coffin Ed y Grave Digger se abría un nuevo caso: debían encontrar el móvil del crimen y al asesino... ¿de Alberta?
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