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Subiendo hacia el Duero, desde el sur, hasta su desembocadura nos detenemos junto a la orilla y, al mirar enfrente, surge ante nosotros la ciudad de Oporto. Asomada al río, se extiende perezosa hasta donde alcanza la vista, mientras se desliza y salta de colina en colina llena de brío, equilibrada sobre las escarpas graníticas en una eterna precariedad. Oporto, ciudad calurosa y de una belleza hecha de pequeños encantos, rápidamente encandila a quien la visita y contamina todos sus sentidos. Desde un primer instante nos damos cuenta de que la segunda mayor ciudad portuguesa alberga una rica historia y un pasado lleno de contradicciones. Sobresaliendo entre los apiñados tejados y las pequeñas casas que conforman su núcleo más antiguo y pobre, la ciudad nos muestra sus colosos de granito, los antiguos palacios y las iglesias-fortaleza, los agrestes peñascos, las grandes edificaciones y las sólidas murallas que parecen sostener la ciudad, impidiendo que se precipite al río.
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