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atherine François narra en El árbol ausente experiencias de su niñez, transcurrida en la periferia parisina durante los primeros años sesenta. «Memoria de un tiempo y un lugar en los que todo son signos», dice Santiago Auserón en el prólogo. Fascinada por el poder sugestivo y el sentido ambiguo de las palabras, en la frontera donde la geometría repetitiva de la ciudad se encuentra con el entorno natural convertido en terreno baldío, la niña del relato y su grupo de amigos nos devuelven a la intriga de esas situaciones, inocentes en apariencia, en que se empieza a construir la trama de las significaciones, con su misteriosa relación entre presencias y ausencias, entre sonidos y silencios. A través de escenas cautivadoras, en las que lo que apenas puede ser nombrado se revela con sorprendente claridad, por medio de ideas en germen y sensaciones veloces que el lector reconoce como parte de una memoria común, este libro consigue transmitir la emoción del pensamiento incipiente que se enfrenta a la complejidad del mundo. Su prosa alcanza dimensión lírica en la tarea de preservar para la edad adulta la aventura del aprendizaje.
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