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En la emblemática ciudad de Weimar, en la Luisenstrasse n° 30, en la villa modernista conocida como "Silberblick", situada en solitario sobre una pequeña colina que se alza al otro lado de la urbe, desde la que se abarcaba un bellísimo panorama del valle de Ilm, con un viejo molino holandés y, recortando la silueta, el perfil de nobles edificios y jardines que albergan uno de los máximos tesoros de la historia del arte y de la literatura de aquel país centroeuropeo, el 25 de agosto de 1900, hacia el mediodía, la hora de la sombra más corta, moría un "filósofo loco", como así lo denominaban los niños de la vecindad. Gracias al impresionante archivo de sus libros y manuscritos, a pesar de haber sufrido un irrecuperable derrumbe psíquico a comienzos de 1889, poco después de haber cumplido tan sólo 44 años, ese escritor y pensador ya había empezado a labrarse su propio sitial de honor junto a egregios conciudadanos de antaño, esas cumbres del espíritu que fueron Herder, Schiller, Goethe y Schopenhauer. Se llamaba Friedrich Nietzsche y se había visto en la terrible tarea de tener que pensar la tragedia que también se iniciaba con la nueva centuria, el siglo XX.
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