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Obsérvese que Arreola, como Kafka, ha eludido toda forma de poder. Ese es parte de su secreto: convencer, persuadir. Sí, Arreola es ante todo elocuencia, elocuencia desenfrenada: la crecida, el diluvio de la elocuencia. Pero mandar y ser obedecido, eso no. La elocuencia de Arreola termina donde comienza el espantoso ejercicio de mandar. Arreola era un catador de voces. Él nos enseñó a discriminar textos paladeando palabras. De ahí el amor a Schwob, que él popularizó en México, o a Papini, que ni Borges ni Arreola juntos lograron popularizar. Parecía que al leer se sentaba en la mesa -gourmet erudito y conocedor, gastrónomo verbal- a saborear.
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